sábado, 29 de septiembre de 2007

¿Qué derecho tengo yo?




“y si sigues siendo tan linda, y aun posees el carácter y sonrisa de hace diez años; entonces te aseguro, apostaría, podría enamorarme de ti...”


Son casi las nueve de la noche y sigo aquí. Solo. Encerrado en este viejo Datsun modelo ochenta y pico en medio de un calórico junio. A ratos llueve y el ambiente refresca momentáneamente. No es suficiente, desde hace horas mi espalda y camisa ya se encuentran completamente empapadas de sudor. Maldiciendo la falta de aire acondicionado intento distraerme buscando algo medianamente interesante en la radio: un noticiero deportivo, algún corte informativo, los típicos programas para adolescentes enamorados del amor. Un informe vial me anuncia que el tráfico en Patriotismo está a vuelta de rueda... en fin, la ciudad esta desquiciada. En esto no hay nada nuevo.

Sonrío preguntándome si sería mejor estar atorado en cualquier embotellamiento a estas horas de la noche. De cualquier manera estoy encerrado en este cacharro que ni es mío. Aunque eso si, perfectamente estacionado en una apacible calle de la colonia Paseos de Taxqueña. Finalmente desisto mi búsqueda en la banda radiofónica y apago el estéreo. Así, el interior del vehículo se une al silencio del rededor y sólo escucho el pausado rin-tin-teo de las solitarias gotas de lluvia que siguen estrellándose en el parabrisas. ‘Constelación de Acuario’ es el nombre de la calle en la que estoy estacionado desde las cinco de la tarde, esperando a que Liliana haga su aparición, o en el peor de los casos, se me de la señal para actuar.

Estoy nervioso, lo cual además de absurdo para mi edad, es peligroso para mi profesión. Y sin embargo, éste viejo rumbo de Taxqueña sigue brindándome el confort del hogar. ¿Cómo olvidar que en esa colonia viví los primeros quince años de mi vida?; precisamente mi casa (si no mal recuerdo) se encuentra a cuatro calles de aquí. Y por eso, ahora que regreso casi diez años después, parece que el tiempo se ha congelado. Al menos la casa 42 sigue igual, con el mismo zaguán verde, el mismo balcón lleno de flores perfectamente bien cuidadas y la misma luz ámbar desprendiéndose de aquel farolito estilo colonial de la entrada.

Bajo el vidrio lentamente y enciendo el penúltimo cigarrillo que me queda. Tanta nicotina debería de tenerme en el más inmaculado estado de relajación; contrariamente, la idea de verte me revuelve todos y cada uno de los intestinos. Preguntándome qué demonios me pasa le doy el primer golpe al cigarrillo. Liliana, siempre me gustó su nombre. La última vez que la vi, creo, fue el día de nuestra graduación en la primaria. En medio de diplomas, discursos y uniformes de escuela pública le dije ‘adiós’ sin saber que no la volvería a ver por años, y mucho menos, que el destino me haría encontrarme con ella en circunstancias completamente diferentes. Tiro la ceniza en una lata de Coca Cola vacía, y de reojo miro el reloj de mi muñeca izquierda, son las nueve y cuarto.

Liliana. Me encantaría pedirle perdón por lo estúpido que fui durante los años de nuestra educación primaria. Quizá era demasiado tonto, ¿o demasiado niño?, para darme cuenta que aquellas miradas, palabras y caricias disfrazadas de contactos físicos casuales en realidad eran las primeras muestras de amor que una mujer vertía en mí. En ese momento ella aun era una niña, y ahí esta el problema, el ignorar sus sentimientos quizá es el peor error de mi vida. ¿Qué hay más puro que los primeros sentimientos amatorios, aquellos que nacen libres de intereses y limpios de la maldad de la rutina? En ese entonces teníamos once años. Para mi era una amiga más del grupo. El tiempo siguió pasando y su recuerdo lentamente se fue difuminando. Al ya no verla, Liliana se volvió invisible al recuerdo.

Miro por el retrovisor, aparte de un perro callejero que atraviesa lentamente de una acera a otra, la calle esta vacía. Un poco hastiado lucho por reprimir la vorágine de recuerdos que de repente se abalanzan sobre mi. ¿En qué preciso momento volvió Liliana a mi memoria? Sospecho que fue justo cuándo cambié mi residencia a Guadalajara por motivos de trabajo de Papá. Ahí comencé a mirar en las mujeres algo más que compañeras de clase. Empecé a enamorarme, y de ahí en adelante todo se fue al demonio, porque con cada nueva declaración de amor, con cada promesa de pasión que veía en el aire yo entregaba mi corazón. Abrí mis ojos y el resto de mis sentidos al siempre aterrador juego del romance, tan sólo para darme cuenta que en realidad, eso de buscar a quién querer siempre resulta una demoníaca utopía. Cada que mis ilusiones se desmoronaban y que resignado comprendía que jamás recibiría un ‘te amo’ sincero, pensaba en Liliana. Pues la vida podrá engañarme de muchas maneras, pero jamás podrá quitarme la certeza de que al menos ella, en algún momento de su vida, me quiso con la transparencia de un ángel de Dios.

Un señor de edad avanzada pasa a lado de mi ventana, aunque en realidad eso por ahora no me importa, así como tampoco debería importarme esta lágrima que lentamente desciende por mi mejilla derecha. ¿En qué momento mi vida perdió esa magia de mi niñez? ¿en qué punto el amor se me escapó de las manos para dejarme hundido en esta soledad?. Es cierto, tengo veintiséis años y un breve historial de parejas en mi haber, pero jamás un ‘amor verdadero’. Y en esas estoy desde hace años, preguntándome si ella habrá corrido con mejor suerte que yo. Hace un año regresé a la Ciudad, y desde ese momento tomé la costumbre de recorrer sus avenidas por las tardes con la esperanza de encontrarme con ella. Obviamente no lo conseguí, hasta el día de hoy, en el que por motivos de trabajo tengo que regresar hasta el número 42 de Constelación de Acuario.

A lo lejos reconozco la silueta de una joven con el andar de una soberana celestial y el rostro de una niña. Sin duda tienes que ser tú. Vistes una provocativa minifalda y un traje sastre de blancura impecable. Aun en estos momentos no me atrevo a salir del automóvil y en cambio, prefiero seguir observando cómo cruzas la solitaria calle, acortando la distancia que te separa de este solitario que soy yo, y que al menos por esta noche, odia decir que sólo está cumpliendo con su trabajo. Me basta mirar tus risueños ojos castaños para jurarme mil cosas, y si sigues siendo tan linda, y aun posees el carácter y sonrisa de hace diez años; entonces te aseguro, apostaría, podría enamorarme de ti... y no ya de tu recuerdo.

Y en estas cosas pienso cuando ella pasa por el costado izquierdo del vehículo en el que me encuentro recluido voluntariamente a fuerza. Ni siquiera voltea a mirarme y es mejor así, pues se supone que debo pasar desapercibido para ella y los vecinos. Embelesado por su imagen y presencia me doy cuenta que Liliana es ya toda una mujer, más linda que guapa, más risueña que cosmopolita, y todo eso confirma mis sospechas: ella tiene todo lo que siempre he buscado, y más. Miro cómo abre la puerta de su casa, y se pierde en el interior.

Justo en el momento en el que su puerta se cierra y de nuevo me encuentro solo en esa calle, suena mi celular. Con pesar descubro que la llamada es del Comandante Fernández, mi jefe inmediato. Le informo que en cinco horas la única persona que ha entrado en esa casa es Liliana Castillo, la hija única de la familia, y que fuera de eso, nada raro ha pasado en el número 42. Recibo órdenes de actuar inmediatamente.

¿Y ahora qué hago? En qué maldito instante de incoherencia mental acepté esta misión secreta. Se dice que en ese inmueble, en su casa, se trafica droga. Podría entrar y comprobar que todo eso no es más que sospechas, o bien, dar con algo sospechoso y arrestar a todos los presentes, incluida ella. Es desesperante. De cualquier manera no puedo presentarme en su vida después de tanto tiempo para decirle que alguien de su familia es traficante de drogas. ¿O ella estará al tanto de la situación?. Soy un imbécil pretendiendo volver a enamorar a Liliana con una sorpresita como esta. ¿Qué derecho tengo yo de arruinarle la vida y condenarle a un futuro incierto en el que ella y los suyos muy probablemente sufrirán?. Con cautela saco la pistola que está debajo de mi asiento y corto cartucho. Guardo mi identificación de la AFI en el bolso trasero del pantalón y me juro que después de esta detestable tarea lo mejor será buscarme un trabajo más común.

Mirando fijamente su casa bajo del auto. Lejos de pensar en la manera de entrar y encontrar cualquier indicio de estupefacientes, lo único que en realidad tengo en la cabeza es si ella está soltera, tiene novio o peor tantito, esposo. Uno no debería pensar en estas cosas antes de arrestar a alguien, y mucho menos, sentir celos de nada. ¿Tengo derecho de complicarle la vida? Claro que no, antes preferiría mentirle a las autoridades policíacas. Le debo el cariño que sin interés alguno me brindó; y también, una disculpa por haber sido tan ciego. Por eso vuelvo a subir a ese Datsun y abandono mi ‘posición de espía’. Arranco y me alejo pensando en un buen pretexto. De seguro diré que en aquella casa no encontré nada y que lo mejor será buscar otras líneas de investigación. Siempre me quejé de la corrupción y ahora caigo en lo mismo. Ni modo, compréndeme Dios, no tengo ningún derecho a complicarle la existencia, y en cambio, sí lo tengo de librarla de este problema. Cuídate Liliana, estamos a mano.

miércoles, 26 de septiembre de 2007

Déjate salvar

Un poquito de nada, y nada más, algo que ni el universo es capaz de llenar. Sola tú, desafiando al horizonte, peleando indiferente tus batallas. Puedes ser, la más hermosa gema del mundo, desdeñar corazones por gusto y luego volverte inalcanzable. Romper el silencio diciendo que todo va bien. Tienes el poder para planear a toda velocidad por la ciénaga de ímpetus erróneos, pero no tienes ni idea de cómo salir de ahí.

Y yo sólo quiero darte alas para volar... no te exaltes, por más terco que te parezca es verdad. Querer sacarte de la tempestad, intacta y bien cuidada, que ni el viento te toque la cara, mucho menos el alma. Nadie más que yo, te quiere sacar de ese huracán.

Déjate salvar corazón. Sé que andas errada y no es lo mejor. Déjate guiar por este mundo cruel; si tomas mi mano, te juro que nada te hará daño. ¿Qué importan huracanes, qué importa la maldad?. Qué importan los villanos... antes de poder hacerte mal tendrían que destruir la intensidad del estruendo en el que se ha convertido el latido desde el día en el que decidí volverte mi luz.

Yo que conozco tu historia, puedo ver en un segundo cuando por cansancio, hastió o desilusión ni un paso más puedes dar. Andar en circulo, chocando con paredes, entregándote a precipicios que de antemano sabes que te van a lastimar.

Sólo déjate salvar. Que te siento perdida. En medio de esa sonrisa fingida pides algo más que tu libertad; pides descansar libre de intereses y pasiones mal llevadas. No es mi intención ser ególatra, pero en ningún corazón, mi corazón, estarías más cuidada que en mi alma (esa ilusa que por ti, cada noche se asoma por mis ojos haciéndolos brillar).

Sal de dónde estás, o permíteme ayudarte si no encuentras el camino.

¿Qué no ves que te amo y el verte confundida me causa dolor?.

De nuevo me siento un inútil por no poder retener tu corazón, o al menos, en la batalla, sacarte de la oscuridad.

domingo, 23 de septiembre de 2007

Crónica de un día perfecto


Es fácil escribir cuando se va a hablar de un amor tan grande. Me imagino que las palabras son arrojadas a borbotones de mi cuerpo a causa de que el sentimiento ya no me cabe en el corazón, ni en la cabeza, ni en el alma.

Hoy voy a intentar, aunque sé que es imposible, narrar en pocas líneas toda lo que el día de ayer me regalo; porque si los días de nuestra vida pudieran ser clasificados, el sábado que recién acaba de volverse domingo ha sido uno de los más felices de mi existencia. Me basta cerrar los ojos para que las imágenes de lo sucedido regresen con una claridad fotográfica y revivan en mi aquellas sensaciones que aun ahora, siguen electrificando cada uno de mis sentidos.

Y juro que volví a vivir. No supe bien cuando fue ese momento en el decidí amarle. Eso sí, no tenía más de cinco años. Fue mi papá quién me contó todo sobre él, sobre sus colores y sus hazañas. ¿Tenía otra opción que no fuera quererte para toda la vida?. No sé cuando se me volvió una necesidad y un orgullo. No sé tantas cosas que siento por ti, sólo sé que este cariño no se me ira hasta la muerte.

En esta ocasión no hablo de esa musa que siempre me derrota y cuya afección a escribir de ella es inevitable. Qué me perdone, pero desde ayer (y quizá desde siempre) no tiene cabida en mis pensamientos; que me perdone ella y el resto del mundo, pero hoy sólo quiero hablar del verdadero amor de mi vida: Los Potros de Hierro del Atlante.

Hace 91 años fue fundado en la Ciudad de México. Desde un principio el pueblo adoptó sus colores azulgrana y se identificaron con equipo en el que la garra y la lucha nunca faltaban. Pasaban los años y El Atlante fue ganando títulos y adeptos. Siempre como contraparte de equipos y aficiones orientadas a gente más pudiente, los atlantistas contaron con una idiosincrasia que hasta la fecha los identifica: nacidos para sufrir. Y es que no se puede hablar del Fútbol Mexicano sin mencionar al Atlante, uno de sus clubes más tradicionales y emblemáticos y cuyos jugadores alcanzaron el mote de leyendas e ídolos de la afición.

No pretendo resumir casi un siglo de historias. Únicamente diré que hubo campeonatos, días de gloria, de llenos en el Estadio Azteca y de auténticos partidazos que nadie debería olvidar. Pero también fracasos, descensos a la segunda división, derrotas amargas y malos manejos que a finales de los noventa hicieron que de a poco el Atlante se fuera desdibujando y perdiendo afición.

Para ese entonces los aficionados fieles seguían ahí, apoyando a los Potros cada quince días, pero los malos resultados hicieron que ante la falta de público varias veces mudaran al equipo a otros estadios y lo peor, a otras ciudades, en dónde la suerte del equipo nunca mejoraba, provocando que el equipo volviera siempre a su casa: La Ciudad de México.

Algunas temporadas buenas, por tres malas. Así fue el errático paso de los Potros, matizados siempre por la amenaza de la directiva de que ‘si no hay apoyo, mantener al equipo en el DF será incosteable’. Rumores así escuchaba cada quince días en el estadio, hasta que en mayo del año pasado nos la cumplieron.

A partir de agosto de éste año el Atlante juega en Cancún, a más de 1,500 kilómetros del que siempre fue su hogar. Desde entonces, tengo que conformarme con ver sus partidos en televisión (eso, cuando no pasan por sistema de pago por evento). Para mi, y miles de atlantistas acostumbrados a ir religiosamente cada quince días al estadio, la lejanía duele mucho. Ahora, el Atlante de Cancún marcha en segundo lugar de la liga, después de medio torneo es uno de los dos equipos invictos que quedan en el torneo y por si fuera poco, los tres últimos partidos los empezó perdiendo 2-0... dos de ellos los terminó ganando y el otro lo empato. En Cancún llena todos sus juegos, pues por allá El Atlante está de moda, además de que esta temporada su estilo de juego alegre y llenó de espectáculo ha hecho que en todos los medios impresos y televisivos se vuelva a hablar, como en antaño, del Atlante. Por eso, cuando vi el calendario de juegos a principios de temporada y vi que el único juego del Atlante en la capital (y de hecho, en 400 kilómetros a la redonda) era contra Cruz Azul el 22 de septiembre me prometí que estaría ahí.

Aunque el juego estaba programado a las 5 de la tarde, a las 3:30 ya estaba afuera del Estadio Azul. Muy raras veces Ángel (mi mejor amigo y también atlantista) es puntual, y ayer lo fue. Después de recorrer un poco las calles e impregnarnos con el ambiente futbolero descubrimos que el ansia por ya estar adentro del inmueble era insoportable. Como desde el viernes habíamos comprado los boletos el acceso fue relativamente rápido y en un abrir y cerrar de ojos ya estábamos buscando lugar en la cabecera visitante (lugar tradicional de las porras atlantistas). El cielo de un azul intenso y sin nubes, el césped de la cancha verde e impecable, así como las primeras porras al equipo de mis amores me aseguraba que aquel día no lo olvidaría jamás.

Se supone que se llevaron al Atlante por falta de afición en la capital del país, pues en cada partido como local no metía más de 10,000 espectadores. Además, Cruz Azul, es el tercer equipo con más convocatoria a nivel nacional y ‘se supone’ es el local. Sin embargo, a unos minutos de que iniciara el partido el estadio ya estaba casi lleno y para mi sorpresa, la gran mayoría eran atlantistas. No sé de dónde salieron, pero si se supone que al Estadio Azul le caben más de 43,000 aficionados ¿dónde está la falta de afición?. Ahí estábamos los de siempre, los que nunca les fallamos ni en los peores momentos de goleadas humillantes. Ahí estaban los viejos atlantistas que toda su vida la han dedicado ha este equipo y los nuevos. Los humildes que con trabajos pudieron costear su boleto, los famosos como Antonio de Valdés o Murrieta que como un aficionado cualquiera esperaba el inicio del partido, los que nunca iban a sus juegos pero que ‘siempre estuvieron ahí’. Ver caras conocidas, emocionadas, aguantando el sol intenso tan sólo para volver mágico el momento en el que su equipo salto a la cancha enfundados en su tradicional playera Azulgrana.

... y fue la locura. Tres minutos y ya no tenía voz de tanto gritar las tradicionales y mexicanisimas porras; Minutos más y nos metieron el primer gol; y los gritos que seguían, y las porras, y todos de pie pues esperamos casi medio año para volver a vivir una pasión así como para estar sentado y pasivo; y una parada espectacular de nuestro portero Vilar, y otra, y otra; y el gol del empate que no llega y el del visitante sí; 2-0 perdiendo, otra vez perdiendo, otra vez 2-0. Y que se acaba el primer tiempo, que por cierto, se me fue rapidísimo.

A esas alturas de la tarde ya me dolían los pies de tanto saltar. Apenas y podía hablar pero créanme, a pesar de ir perdiendo el boleto ya había desquitado lo que costo. Estar ahí, en un estadio atascado de aficionados que como tú, extrañan y aman al Atlante era por si mismo alucinante.

Y el segundo tiempo fue mejor. Llegadas del Atlante, llegadas del Cruz Azul. La afición que no se callaba. Y el invicto que se nos esfumaba de las manos, y esos cantos que a pesar de la adversidad retumbaban ‘como no te voy a querer, si llevo azul en las venas y de color grana es mi corazón’, ‘Potros-Potros-Potros’, ‘les guste o no les guste, les cuadre o no les cuadre, el Atlante es su padre, y si no, chingen a su madre’....

Minuto 30. El venezolano Giancarlo Maldonado prendió el balón de media tijera y acercaba a los Potros 2-1. Entonces, jugadores y aficionados comprendimos que éramos uno, y aunque la vida se nos fuera, a unos en la tribuna, a otros en la cancha, haríamos hasta lo imposible por conservar el invicto. El ‘si se puede’ ensordeciendo todo. La tarde que caía y los minutos del juego también. Cuando el inminente final y la derrota estaban cerca, decidí callarme para disfrutar del ambiente. Los colores de mi equipo en miles de personas, mi Atlante en la cancha, yo en un estadio viendo al Atlante, como desde marzo no lo hacía.

Se caía pero con la cabeza al sol, peleando hasta el último minuto....... ya en tiempo de compensación, un remate con la cabeza del camerunés Nkong vencía al ‘Conejo’ Pérez y ni yo, ni nadie, podía creer que el balón se colara hasta las redes. Ninguno de los presentes asimilábamos que por cuarta semana consecutiva nuestro equipo se reponía de un 2-0 adverso, que seguíamos invicto, que nuestro equipo condenado al sufrimiento ahora está en lo más alto. 2-2, cayó el gol y me perdí. Mi cabeza empezó a dolerme, me abracé con extraños, grite al cielo, me descubrí llorando y al ser consciente, mire a todo el estadio en el mismo estado.

A los diez segundos el partido terminó. Jugadores y afición tenían la misma necesidad uno del otro. Ellos, corrieron a la tribuna a aplaudirnos y arrojar sus playeras a la tribuna en la que yo estaba. Nosotros, dejamos que se nos fuera nuestra ya dañada garganta en gritarles las últimas porras. Sólo recuerdo un gran dolor en el pecho y en la cabeza, mis ojos a punto de llorar más y mi susurró casi imperceptible pero sincero que decía ‘te amo Atlante.

Nos quedamos unos diez minutos más en el Estadio. Prolongando una alegría grandísima e inexplicable. Al salir aun nos deparaba una fiesta que ni en mis sueños más guajiros hubiera imaginado. La calle de Eje 6 completamente cerrada. De un lado a otro de las aceras los seguidores azulgrana saltaban y volvían todo una fiesta. Para quienes dicen que los atlantistas estamos en peligro de extinción, lamento desilusionarlos: el Atlantismo está más vivo que nunca.

Hora y media después, ya cayendo la noche, caminó con Ángel por Avenida Insurgentes sin que ninguno de los dos atinemos a explicarnos muy bien que es lo que paso dentro de aquel estadio. Si en algún momento, cuando se tomo la decisión de mudar al equipo a Cancún, llegué a dudar si mantener o no mi afición, lo que pasó ayer me hizo estar más seguramente que nunca de lo que soy: un aficionado de hueso colorado del Atlante. Porque uno puede pretender o creer que ama; se puede decir que nuestra existencia pertenece a algo o a alguien, pero sin sentirlo de verdad. Yo, pasión como la de ayer nunca la había sentido. No necesito que nadie me diga que creo en ti, no necesito verte cada quince días si llevo su escudo dibujado en cada uno mis poros, si te respiro, si te pienso en todo momento. Amar es hacer inútiles las distancias, los problemas, los malos momentos. Amar es entregarse por eso que le da sentido a nuestras vidas. Ayer volví a enamorarme del Atlante, de aquí para siempre.

Sé que muchos visitantes de mi blog no leerán este texto, pues además de extenso no creo que conlleve gran interés para los demás. Sin embargo tenía que hablar de un día que se quedará para siempre en mi. Tenía que relatarlo, así como toda gran historia de amor se tienen que contar.


viernes, 21 de septiembre de 2007

La dueña de los mil nombres


El día estuvo más soleado que de costumbre, y quién sabe por qué, me acordé de ella.

Por mera curiosidad y sabiendo de antemano que no la encontraría, fui a buscarla. Efectivamente, ella, la Dueña de los mil nombres, no estaba. Lo inquietante es que, fuera del estacionamiento de la puerta 8 de Ciudad Deportiva, ella parecía no tener cabida en otro lugar.

Ella, atrapada en sus propios pensamientos sin forma. Ella, dispersa y perdida en un tiempo jamás precisado pero siempre presente.

Apenas era un niño cuando la vi por primera vez. Mi papá, que siempre nos hablaba de ella, la llamaba ‘la loca de la deportiva’. Con el paso de los años y de las muchas veces que casualmente la vi, su nombre nunca fue el mismo: Doña Amelia, La Señora Alejandra, La Pepenadora de la Viga, la barrendera de la deportiva, la enfermita de la puerta 8, La refresquera o La anciana errante, eran sólo alguno de los nombres con los que los vecinos y visitantes del lugar la conocían. Tal diversidad de nombres, hicieron que mi mente infantil los simplificara precisamente en el apodo más simple, y seguramente elegante, que aquella pobre viejecita tendría: La dueña de los mil nombres.

En aquella época (finales de los ochenta), debía de tener como setenta años. Con su vestido de flores azul marino, que de tan percudido casi era negro, recorría el estacionamiento de la puerta 8 como un fantasma. A lo mucho media 1.50 y su cabello, entre naranja y blanco, llamaban siempre la atención de quienes pasaban por ahí. Dado su tétrico aspecto, sólo los visitantes frecuentes se acercaban a ella; para los demás, era mejor evitar pasar cerca de aquella figura que ya era un emblema de la zona.

Las historias de su origen, al igual que sus nombres, son tan variadas e inverosímiles que entre una y otra se contradicen. Había quienes sostenían que era madre soltera y que desde muy joven, vendía refrescos a los visitantes y deportistas que acudían al lugar todos los domingos, hasta que una tarde, su hijo se extravío en el inmenso complejo deportivo y jamás apareció. Unos dicen que lo mataron, otros que lo asesinaron e incluso, corre la versión de que ese hijo jamás existió, siendo únicamente, producto de la locura de La Dueña de los mil nombres. Otros dicen que era una huérfana llegada de provincia a trabajar en el Departamento de limpias de la Ciudad de México, y que después de una decepción amorosa se hundió en varios vicios como el alcohol y las drogas, casa por la cual terminó como indigente. Sea cuál fuera la verdad, ella nunca ayudó a aclararla. Esquiva y con la mirada vacía, apenas atinaba, siempre de mal humor, a decir algunas frases incoherentes y que sólo contribuían a enredar todo, como piezas de diferentes y complicados rompecabezas.

Si toda ella era un misterio, sólo había algo en lo que todos coincidían: la extraña manía que tenía de barrer aquel estacionamiento (que con excepción de los domingos, siempre esta vacío). Ayudada de su vieja escoba, y con un ímpetu extraño a su edad, La Dueña de los Mil Nombres barría furiosamente cada centímetro de lugar. Con dos laminas recogía todo el polvo y basura recolectada y la depositaba en una bolsa de plástico negra. Entonces venía lo increíble, tras segundos de tranquilidad, la mujer comenzaba a gritar improperios, maldiciones y groserías al aire, para después, en el colmo de su locura, empezar a vaciar por todos lados los desechos y el polvo que minutos antes había barrido con tanto ahínco.

La misma acción la repetía varias veces al día. A su servidor le tocó presenciar ese maratón de locura sin fin en más de una ocasión, no tanto por la curiosidad que la historia de aquella mujer pudiera despertarme, sino sólo por el gusto de acompañar a mi papá a hacer ejercicio. Era así cómo después de correr o andar en bicicleta por las pista del Autodromo, eventualmente no la topábamos a la salida. Siempre de mal humor, siempre barriendo.

En algún momento dejamos de ir a la Deportiva, y la historia de La Dueña de los Mil Nombres quedó en el pasado. Imaginar la soledad de esa mujer me lleva a intentos desesperados de descifrar su locura

Ella no vivía en el silencio, al contrario, su andar y su rabia nos hablaba a todos, fijamente:

“Porque puedo estar loca y medio ausente. Mientras, me miras con indiferencia. Puedes creer que tu razón jamás se volverá papel, y crees, que al negarme tu mente estará a salvo de los perros que devoran voluntades. Lo cierto es que inventas mil y un historias sobre mi, para negar lo mucho que nos parecemos”.

Hoy, el complejo de la deportiva ha cambiado mucho desde aquellos años ochenta. En el Autodromo Hermanos Rodríguez ha dejado de haber carreras de Formula 1, además de albergar el Foro Sol.

Tenía que ser así, en un día soleado como hoy, que trajo a mi mente muchos recuerdos entre los que ella viajaba escondida. Vengo de estar ahí, en la puerta 8 dónde nadie me pudo dar referencias sobre ella. Al parecer quedó en el olvido de la gente del lugar, que escuchan mis preguntas y desconcertados me miran. Talvez los pocos qué platicaron también se han ido esfumando y con ella el recuerdo de los años que no volverán. Quizá yo tengo mi propia versión de ella ¿o será que quizá, mutuamente todos nos estamos olvidando de todos?.

martes, 18 de septiembre de 2007

Nubes en la cabeza

Soñar despierto es como tomar esteroides. Uno se siente más fuerte, más saludable y hasta se ve mejor, aun a sabiendas de que esas sensaciones de grandeza son en realidad, un espejismo barato, mentiras mal disfrazadas de verdades a medias que en el interior ni nosotros mismos nos hacemos el favor de creer.

Cuando se sueña despierto jamás se descansa pues no se está ni dormido; además, se pierde el tiempo, y con ello la vida, pues mientras la realidad transcurre rápida y ágilmente, el soñador insomne se empeña en vivir condenado por gusto a la repetición simultanea y eterna de eventos que ya fueron, o escenarios ideales que difícilmente la realidad nos concederá.

Sin embargo, soñar despierto tiene el encanto de tener una lámpara sorda en medio de la oscuridad del más tétrico de los bosques: Romper con luz las tinieblas. ¿Qué importa si aquella luminosidad es artificial, o si de antemano sabemos que en cuanto se acaben las baterías volveremos a las penumbras?. Solo un analgésico para disfrazar las dolencias, más no para desaparecerlas.

En mi adolescencia, cuando no encontraba mi lugar ni en la escuela ni en la vida, cuando no sabía quién diablos era y me sentía abrumadoramente pequeño con respecto al resto de los bravucones que me rodeaban me daba por encerrarme en mi cuarto y soñar despierto por horas. Imaginaba que era grande y de la nada ponía en orden mi vida. Me veía aceptado, enamorado, capaz de decirle a quienes me veían como bicho raro que se fueran al diablo. Lo extraño era que todas esas cosas ni las conocía, pero la misma añoranza me hacía imaginar lo que era, por ejemplo, estar perdidamente enamorado y ser capaz de retar al mundo por alguien más. Con el tiempo fui despertando para comprobar, aun con lagañas en los ojos, que soñar despierto solo nos sirve para mirar lo cruel y simple que es la verdad. Ahora que escribo, quizá lo hago porque sigo durmiendo con los ojos bien abiertos, y la percepción de que la ficción es mil veces más creíble sigue intacta.

Si bien conservo el vicio de soñar despierto, ya no lo hago tan seguido. Se supone que a mi edad, las personas normales no fantasean, sino actúan. Pues los adultos, con su enorme poder de decisión, adquisitivo y de albedrío pueden hacer lo que les venga en gana. Aceptando que soy un inmaduro, trato de ya no soñar despierto, aunque a veces caigo vencido, como el jueves pasado, cuando bastó un pequeño acontecimiento para hacerme volver a la adicción de fugarme de la realidad.

No sé, ni podría precisar que fuerza o razón incomprensible fue la que me llevó a prender esa noche la computadora. Tres horas antes había revisado mi correo y leído un par de blogs. Tenía sueño y un par de horas más de desvelo, se transformarían en somnolencia y ojeras al otro día. Tampoco sé por qué la primera página que abrí al acceder a Internet fue el Hi5 y no otra de las decenas de páginas frecuento. Apenas tecleé mi contraseña y abrí mi cuenta apareció ella, como un fantasma que por lo inesperado, más que asustar sorprende y paraliza.

El Hi5 me ha metido en problemas, me ha conseguido salidas con personas que ni conocía, reencuentros con gente que no veía hace años y la posibilidad de conocer a más personas. Sin embargo, esa noche de jueves cualquier expectativa fue rebasada por ver la invitación de ella para agregarla como parte de mis contactos

- Disculpa, por lo tanto, querida Karla, que escriba tu nombre. Si te mantienes firme a tu palabra, no tendrías que leer nunca estas palabras pues se supone, para ti yo no existo. Así que desde la comodidad que da el que tú seas sorda a mis palabras, podré pedirte una explicación que me aclare la mente y me permita quitarme todas esas nubes que desde el jueves hasta hoy, nublan mi vista y me impiden ver con claridad.

Fueron unas cinco veces las ocasiones en que te mandé la invitación para que fueras parte de mis contactos. Mismo número de veces que no te dignaste en responder. Al ver que efectivamente, tu sí hiciste como si nunca me hubieras conocido, desistí de seguirte buscando; y aunque sí, a veces por mera curiosidad entraba a tu perfil a ver tus fotos y como iba tu vida, descarté por completo la idea de tan siquiera establecer la más mínima de las comunicaciones contigo.

Por eso me sorprendió que años después fueras tú la que me agregabas. Revisé una y otra vez tu nombre, tarea inútil y hasta cierto punto estúpida si tomamos en cuenta que ahí estaba tu foto. Ojos azules, expresión agradable, porte sencillo y piel blanquísima. En la imagen sonreías, o más bien me sonreías, por eso inmediatamente baje la guardia, por eso, ni tardo ni perezoso me apresuré a dar clic en el botón que además de hacerte parte de mis contactos, te acercaba un poquito a mi vida. A esa de la que un día fuiste el centro y eje motor de cientos de poemas.

Mejor que nadie sabes que te quise a rabiar. Mejor que nadie sabes que nuestra historia de amor (si es que puede llamarse así, porque a veces me da la impresión de que fue todo menos eso) fue inconclusa y caótica, que hemos sido, quizá, los novios más extraños en la historia de las relaciones de parejas; y que insisto, igual y lo que tuvimos ni a noviazgo llegó. Lo difícil, pues, no era el saber lo mucho que me consumí de amor por ti, sino el ignorar lo que yo fui en tu vida, sospechando que en el proceso, no hubo ni tantito amor de tu parte.

Por eso comprenderás que al verte en el monitor de mi computadora fue inevitable llenarme la cabeza de ideas. ¿Y si quiere ser mi amiga otra vez?, ¿y si pensó, al paso de los años, mejor las cosas?, ¿y si se equivocó y me agregó por error?, ¿y si se siente sola y necesita con quien platicar?. ¿y si siente curiosidad por lo que hoy es mi vida?, ¿y si esta noche de jueves no duermo y mejor me dedicó a pensar en ella?. Eso último fue lo que hice.

Hacía mucho que no pensaba en ti, al menos no con esa intensidad. Sabía que soñar despierto me haría daño, pero no me importó. Pasé buena parte del viernes y el sábado fabricando intrincadas teorías de tu regreso (virtual, pero regreso al fin y al cabo) a mi existencia. Imaginé la historia del amor más grande, en el que los protagonistas terminan mal, dejan de verse al salir de la Universidad y después, de la nada, se encuentran unidos por el destino y porque hay veces que de la pasión uno simplemente no puede huir. Me imaginé invitándote a tomar un café, caminando por algún parque de la ciudad, viendo alguna película en el cine. Dos días en los que pensé en mandarte algún mensaje, dejarte un comentario en tu perfil, algo gracioso y con tintes espontáneos, que en lugar de hacerme ver ilusionado por ti me diera más bien la facha de un viejo amigo despreocupado y agradable.

El domingo me decidí a mandarte un pequeño mensaje que tardé como diez horas en redactar. No eran más de dos renglones, pero en ellos puse todo el cuidado de ser lo que tú, sospechaba, querías en esos momentos. Además, entre las líneas de ese mensaje casualisimo, venía implícita y temblorosa la idea de que de pedírmelo, volvería a poner a tus pies todo lo que en algún momento he sido.

Ya dentro de mi cuenta de Hi5 entré a mis contactos y de ahí a la letra K. No estabas. Haciéndome el idiota volví a entrar y confirmé que efectivamente, ya no aparecía ni tu nombre, ni tu foto sonriendo; mucho menos, la posibilidad de tu regreso. Entonces lo comprendí todo Karla, seguramente agregaste a un grupo de contactos y sin darte cuenta me incluiste en ellos, al ver tu error me borraste y por eso, ni yo aparezco en tus contactos, ni tú en los míos. Para terminar de torturarme, entré a tus fotos y descubrí que en una de ellas besabas en la boca a otro sujeto. Y, ¿cómo decírtelo?, fue el acabose y peor final a mis enquencles aspiraciones.

No sólo fuiste tú la que detonó que los fantasmas volvieran cuando los creía erradicados, también fueron otros encuentros, otras personas, otras señales, las que me hicieron darme cuenta lo malo que es soñar despierto cuando no se sabe muy bien que las casualidades a veces vienen disfrazadas de fantasía. Tu fugaz regreso no terminó en nada y yo sigo aquí, a casi una semana, con los sentimientos revueltos no porque te ame, sino porque me trajiste de vuelta un pasado que no sé ni por dónde resucitar y sin el cual, me siento incompleto y con la cabeza llena de nubes.


Tan nublado está que no veo ni para dónde voy.

viernes, 14 de septiembre de 2007

Olores baratos, Olores caros

Nos guste o no, el mundo siempre ha estado sujeto a un sin fin de clasificaciones. El Reino Animal, los elementos, la economía o las religiones, son solo algunos ejemplos de las muchas segmentaciones a las que todo y todos estamos sujetos.

El aroma de las cosas no es la excepción. Los olores del mundo, para empezar, son divisibles en agradables y desagradables, e inclusive, hay quién podría sugerir crear una categoría neutra para lo que ‘no huele a nada’. Sin embargo, no podemos olvidar que todo fraccionamiento es subjetivo y depende de la percepción de cada quién. Aquel aroma que para mi sea agradable, para otra persona puede ser el más fétido de los hedores. Hay quienes no soportan el olor de la leche, a mi me da igual, pero a cambio, si un poco de esencia de vinagre llega a colarse por mi nariz es casi seguro que o vomite, o termine desmayado por aguantar la respiración.

Nada hay más seductor que el aire perfumado que deja una mujer al pasar. Nadie en sus cabales se atreverá a negar que jamás haya caído seducido por la reacción química provocada por nuestro sentido del olfato y las partículas aromatizadas que andan flotando por ahí. Nada como respirar ese universo de mil aromas perfectas que un beso, un abrazo, un simple contacto nos da. Lo malo es que el aire no siempre nos trae buenas noticias, sobre todo cuando a uno se le ocurre pasar cerca de los baños públicos en algún evento masivo, o pasa por un restaurante de mariscos.

Dicen que uno siempre está aprendiendo cosas nuevas y es verdad. Hasta hace unos días, nunca pensé que a los aromas podría darles un orden de acuerdo a su valor monetario; ahora, hasta me pregunto si sería posible que éstos cotizaran en las bolsas de valores a nivel mundial. Imagínense que en la sección de finanzas de su noticiero favorito, el conductor anunciara que las bolsas de Nueva York y Tokio cayeron cinco puntos debido a la baja de las acciones de los gases estomacales. ¿Creen que exagero?... No creo. Al final del texto me darán la razón.

Si leyeron mi post pasado, sabrán que fui a donar sangre. Pues esa misma tarde, manejaba ya muy cerca de mi casa cuando de la nada me llegó un olor a quemado. No le di mucha importancia pensando que el olor provenía del ambiente exterior. Al otro día, de nuevo utilicé el auto y la misma aroma, como de plástico quemado, volvió a llenar el interior del vehículo. Lo raro es que el fenómeno se presentaba casi al minuto de haberlo encendido. Rogándole a Dios y al Santo Niño de Atocha que no fuera nada serio, seguí manejando todo el día, acompañado de ese aromilla incomodo. Ya con más calma, dediqué la tarde a buscar su origen. Como buen mexicano, abrí el cofre, vi que los niveles de anticongelante y aceite fueran los adecuados, vi que no tuviera ninguna fuga de líquidos y que el ventilador del motor se encendiera cuando éste comenzara a calentarse. ¡¡¡Y nada!!!, ni humo, ni sobrecalentamiento, ni un cable o pieza suelta... ¡¡¡todo estaba de maravilla!!!. Como mis conocimientos de mecánica se reducen a lo descrito anteriormente, me di por vencido e hice lo que suelo hacer (valga la redundancia) cuando algo no me sale bien: ponerme de malas.

Lo que hasta cierto punto me tranquilizo, no sin antes decir unas cuantas maldiciones a la vida, era que el dichoso auto es del año y recién acababa de llegar a los 15,000 Km., por lo que era tiempo de llevarlo a la Agencia en dónde lo compramos para que le realizaran su primer servicio. Confiado en que en ningún lado lo revisarían mejor, decidí llevarlo inmediatamente (con el respectivo perfume a chamuscado que ya se me hacia costumbre, claro está). Ya ahí, le repetí como diez mil quinientas veces al empleado de la agencia que recibió el coche que revisarán de dónde provenía ese olor maldito.

Corte a... Esos mismos días en mi trabajo hubo un reacomodo de los lugares y las computadoras de todo el personal. Antes, los cuatro integrantes del equipo de trabajo de ‘mi cuenta’ estábamos diseminados por toda la oficina, después de la nueva ubicación quedamos los cuatro juntos, lo que se supone, agilizaría el trabajo y mejoraría la comunicación. En un principio así fue... hasta que conocí (o mejor dicho) estuve más tiempo cerca de mis compañeros. Yo, y una compañera quedamos en los lugares de en medio, entre nuestros dos compañeros que para nuestra mala suerte, no tienen el mejor aliento. No sé si sea por la de horas que estamos ahí, o porque no acostumbran ni a tomar agua para ‘remover las bacterias de la boca’. El chiste es que de pronto, justo cuando uno está más concentrado el tufo de los vecinos se encarga de sacarme balance, hacer caras y sentirme el ser más desdichado del universo. Así llevó tres días, y no es que yo quiera dármelas de perfecto, al contrario, seguramente alguna vez mi aliento no ha sido el ideal, pero por lo menos me lavo los dientes tres veces al día, uso enjuague, tomo líquidos constantemente y traes siempre una pastillita o un chicle (sin azúcar, por supuesto) para mínimo, no dar el tufazo con tanta alevosía y ventaja.

Ahora, por amor de Dios, pónganse en mi lugar... imaginen cuando mis dos compañeros de la orilla se ponen a platicar, taaaaan tranquilamente, como si entre el fuego cruzado de pestilencias no hubiera dos pobres inocentes que estoicamente aguantamos su intercambio de bacterias viajeras. Claro, uno de ellos tiene mucho peor aliento que el otro, lo malo, es que el segundo es el que está inmediatamente a mi izquierda, y les juro, que el hocico de mi perro margarito, que lleva sus ocho años de existencia sin lavarse los colmillos huele mejor. Para que se den una idea de lo linda que es esta experiencia, sumen una coladera abierta, pescado podrido, el baño justo después de que salió su abuelito y un kilo de ajos. He intentado todo lo posible por disimular mi molestia: les he ofrecido pastillas de forma muy casual, he adoptado una posición en la que parece que recargo mi cabeza en mi mano de forma muy profesional pero con la que en realidad busco mantenerme medianamente protegido.

De mi compañera de desgracia, gracias a Dios, no tengo queja. Debería comenzar a ponerme de acuerdo con ella para ver quién de los dos será el primero en conseguir las mascaras antigases que mínimo nos permitan pasar un día sin sentirnos en el interior de un bote de basura.

Justo estaba en los menesteres de dosificar el aire mientras platicaba con mi compañero de la izquierda, cuando a mi teléfono celular llegó la llamada del empleado de la Agencia... serían más de mil pesos por el dichoso ‘servicio’ que la verdad, por lo que le hicieron al carro en cualquier taller de por mi casa me hubieran cobrado la mitad; eso me sacó por andar de presumido. Al preguntar por el olor, el amable empleado automotriz me dijo que éste era causado por una bolsa que se enredo en el escape. Les pedí que por favor retiraran el plástico quemado (después, en mis cinco minutos de intelectualidad me di cuenta que lo más conveniente hubiera sido dejar que lo caliente del escape consumiera el plástico restante). Horas después, me encontré con la sorpresa de que la cuenta había subido quinientos pesos más sólo por ¡¡¡quitar una bolsita!!!, osea, el maldito olor que me llevó a esa Agencia me salió carísimo. Pero eso sí, el encargado, que de seguro notó mi molestia, me comentó muy contento que ‘su auto está en perfectas condiciones’. Pues sí, ¡pero mi bolsillo no!.

Así la vida me enseño, en unas horas, que hasta en los olores hay precios. Un olor a bolsa quemada me salió en 1,500 pesos; en cambio, la diaria hediondez a bacalao de mis compañeros es completamente gratuita y como dice el anuncio, eso no tiene precio.

Me falta encontrar un olor que sea costeable para la clase media en la que me encuentro. Si alguien lo encuentra, por favor avíseme, mínimo para estar prevenido.

martes, 11 de septiembre de 2007

Un post sangriento

Hace unas veinticuatro horas, estaba donando sangre para un familiar en el Hospital 20 de Noviembre.

Hace unas cuarenta, estúpidamente, dudaba sobre ir o no ir. ¿Miedo, flojera o inmadurez?.

Descarto la primera, ya que en el 2003 le doné plaquetas para mi papá en el Hospital Central Sur de Pemex y la experiencia en si me pareció bastante extraña pero nada dolorosa. Como las plaquetas son una sustancia incluida en la sangre (algo así como el ‘plasma’), a uno le conectan en cada brazo dos catéteres. Del primer brazo sacan la sangre, por unas mangueras viaja hasta una maquina que separa las plaquetas del resto del contenido sanguíneo y después, este regresa por otra manguera hacia el otro brazo, devolviéndonos así la sangre restante. El proceso dura más de una hora y es como ir a Disney. Aunque a uno le dan una pelotita para estarla apretando para facilitar el bombeo y le ponen una televisión para distraerse durante lo que dura ‘el proceso’, es inevitable centrar la atención en el ir y venir de nuestra propia sangre que, no sé por qué, al regresar a nuestro otro brazo se encuentra fría. Ya se imaginarán, a la media hora de estar ahí medio cuerpo siente escalofríos, y medio cuerpo posee la temperatura normal. Esa vez, fuera del inmenso frío (hacía un sol radiante y yo temblaba como en invierno) no sentí molestia alguna.

La segunda vez lo que doné fue sangre. Eso fue a principios del 2004 y no me gustó tanto como donar plaquetas, a pesar de que el procedimiento es mucho más breve y sencillo. En aquella ocasión fue en el Centro Medico Siglo XXI y durante la donación me comencé a sentir mareado simple y sencillamente por mi idiotez, pues claramente las enfermeras habían dicho que nos estuviéramos quietos y tuviéramos nuestra mirada centrada en algún punto... cosa que obviamente no hice. En cuanto comenzaron a extraerme la sangre me hice el gracioso y me puse a mirar para todos lados, intenté leer a distancia la revista que una de las enfermeras hojeaba a unos metros de mi, me puse a enfocar y desenfocar la mirada en las lámparas del lugar (sólo por el bonito efecto que lograba)... todas, tonterías que podría hacer en cualquier otro momento y que al momento no me aguante. Minutos después comencé a sentirme tan mareado que yo juraba que me vomitaría ahí mismo. Mi cara de altanería y seguridad con la que llegué se transformó en pánico por la marranada que estaba a punto de hacer: ser el único de los cerca de veinte donadores que nos encontrábamos en aquel cuarto que haría el ridículo. Con toda la dignidad que me permitieron las nauseas, le dije a una enfermera que tenía ganas de vomitar y amablemente me acercó un recipiente que afortunadamente no usé. Eso si, nadie me va a quitar la cara pálida y el ‘panchazo’ de aquel día. Después de la donación el mareo se esfumó por completo y ya no hice más niñerías.

Aproximadamente hace 39 horas, despedía al domingo cenándome tres quesadillas que me sabían a gloria, pues ya era consciente de que debía ir en ayunas a donar sangre. Como sabía que por el trabajo no podría ir hasta en la tarde, me preparé psicológicamente a pasar más de la mitad del lunes sin comer. Y sí, me preparé muy psicológicamente pero a mi estomago no le dije nada, así que por ahí de las 2 de la tarde (la donación era a las 5) mis tripas emitían sendos sonidos de protesta que todos los que me rodeaban distinguieron con toda claridad.

Tiene unas veintiún horas que decidí sí ir al Hospital y donar. Mi tía necesita sangre y si no puedo darle eso, ¿entonces qué?. El ayuno ya lo había hecho y según yo, estoy físicamente sano. Sólo serían unos momentos y un par de piquetes en los brazos.

Veintitrés horas tiene que entré al Hospital, llegué al Banco de Sangre, di mis datos y los de mi familiar. Pasé a que tomarán la primera muestra de sangre de mi brazo izquierdo y esperé unos minutos para que me volvieran a llamar.

En el periódico, la foto de una Britney Spears en los Premios MTV que antes arrancaba suspiros, y ahora lastimas, me llamó la atención. No está fea, y su cuerpo no está del todo descuidado... estaría excelente para ser el de alguna conocida o amiga, pero no para ser el de Britney. Ya no es lo que era, el mounstro del espectáculo se la comió y es una pena. En eso pensaba cuando escuché mi nombre y pasé a un chequeo medico. Me pesaron, he bajado un par de kilos con las desmañanadas del nuevo trabajo; mi estatura sigue igual, yo que tenía la esperanza de rebasar mi eterno 1.70. Después me hicieron un cuestionario sobre mi historial medico y mis hábitos de vida. Tras contestar con toda la honestidad del mundo que no consumo drogas, ni he tenido hepatitis ni enfermedades graves, que sólo me han operado una vez (de las anginas a los cinco años); que no sostengo practicas homosexuales, no tengo ni tatuajes, ni perforaciones, y que en general soy un Santo, salí del consultorio convencido de que aquel doctor sabe más detalles de mi vida sexual que nadie más en el mundo, y de que en realidad llevó una vida un tanto aburrida, pero sana, eso que ni que.

Veinticuatro horas han pasado desde que mis estudios médicos y de sangre demostraron que no estoy tan dado al traste y que a mis veinticinco me encuentro, al igual que mi sangre, de lujo. En mi brazo derecho me colocaron un catéter y en cuestión de minutos finalicé la donación. Esta vez no hubo ni escalofríos, ni mareos ni nada. Después de tomar los alimentos que en la misma unidad médica te dan para reponer al cuerpo lo perdido, y reposar unos cinco minutos, salí del banco de sangre.

Hace veinticuatro horas doné sangre y me siento muy bien. Las molestias por el ayuno, los cuestionarios médicos o los piquetes en los brazos son nada en comparación con la satisfacción que uno siente de haber dado parte de su vida a otra persona. En el 2000 mi Papá recibió la donación de un riñones por parte de mi tío Jorge. Hasta la fecha no he visto un acto de amor tan grande como el desprendernos de un pedazo de nuestro ser para regalarlo a quién lo necesita. Desde entonces comulgo con la cultura de la donación de órganos. Hubiera sido una deshonestidad e incongruencia no haber ido a donar sangre. Tanto esa vez que di sangre a mi prima, aquella en la que doné plaquetas para mi Papá o ahora, que fue para mi tía Rosa, me he sentido mejor conmigo mismo, mejor persona y un poco más humano.

Que me perdone Drácula...

sábado, 8 de septiembre de 2007

Fallándome



Deberán ser unas cincuenta veces, seguramente más, las ocasiones en las que falto a mi palabra. No me gusta fallarme y quedar ante mi como un cobarde. No me gusta escribir mal sobre mi, en la noche de un tonto sábado en el que invertí mi cordura.

A veces, que no siempre, necesito creer que mi mundo pierde la cordura y se transmuta en otras fronteras iguales a mi presente. Ahí, dónde al menos me es permitido pensarte, cometo la imprudencia de añorarte, aun a sabiendas de lo inalcanzable que el tiempo, el destino y nuestra incompatibilidad te han vuelto.

Un minuto para tocar el cielo con tu imagen. Pensarte mujer, saberte poesía, soplo de Dios, inspiración divina. Traerte a mi mente y salvarme por instantes, es condenarme a pagar el pecado de mi insolencia con la resaca de realidad que días después me atormentará. Por un momento tener alas, para después conformarse con tener que verlas ahí, colgadas en el armario sin poder usarlas. Si Dios me dio la posibilidad de escribirte y regalarte un millón de mundos con infinitas posibilidades, ¿quién te crees que eres para seguir volviendo sueños estas ganas?

Me hace daño verte. Tu sola presencia es suficiente para desequilibrarme por horas y hacerme volver a casa sin sueño, con el corazón entumecido y las ansias anhelosas. Y sin embargo no podría dejar de hacerlo. Mi vida ya es de por si demasiado cuadrada como para quitarle lo único interesante que la adorna.

Si bien, erradiqué mi amor por ti.
A veces, que no siempre, me fallo, te fallo y nos fallo al pensarte. Aunque voy bien suelo desviar el camino solo para sentirme un poco malo y romper la monotonía.

Si hoy quise volver a escribir de ti, no fue por debilidad, sino para recordar que por ti, soy capaz de darle vida al optimismo congelado de mi corazón:

Será una tarde alegre cuando te decidas a quererme,
veras en el cielo que la vida te sonríe
y en la calle una niña te saludara.

...y será a las seis de la tarde cando un gorrión cante para ti,
esa canción que desde siempre marca el pulso de mi mirar
e interpreta la forma de mi andar.
Que los árboles te regalen,
una alfombra de hojas para guiar tu caminar.

En ese instante sabrás que siempre estuve ahí,
Ámame en el recuerdo, o hazlo en el futuro.
Pero hazlo con esa alegría,
que inunda mi corazón,
cada que me da por pensar en ti

Si fuera transparente,
verías que nadie te ha soñado como yo.


Una vez más me fallé. Mejor será no perder la cabeza para la próxima y seguirme haciendo el valiente. Para la próxima será mejor no romper la suave telaraña que comienza a separar mi fantasía de tu realidad.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Visitando Pimientalandia


Seguramente aquel día parecía un loco. Atravesando Canal de Miramontes y otras avenidas en el sur de la ciudad, a mediodía, y cantando (o más bien gritando) a todo volumen una canción de The Beatles. Supongo que fui la burla para los tripulantes de los autos que me rebasaban, y un bufón para los peatones que me veían extrañados en los altos, mientras mi garganta y yo nos sentíamos las estrellas de un frenético concierto en Wembley. La culpa no es mía, sino de John, Paul, Ringo y George.

No es la primera vez que caigo preso de encanto por el legendario Cuarteto de Liverpool, muy al contrario, la Beatlemanía regresa a mi valiéndose del menor de los pretextos: una frase, un recuerdo, una canción, una imagen, son suficientes para que yo recuerde mi admiración por el Mejor Grupo de todos los tiempos, y por días, vuelva a escuchar una y otra vez, con una compulsión insana, sus canciones.

Generalmente la afección me dura uno o dos días, a lo mucho tres. Periodo tras el cual asimilo que no nací en los años sesenta y poco a poco, el entorno se encarga de traerme de vuelta al siglo 21. Sin embargo, el brote Beatle de esta ocasión es más fuerte, más intenso, ya lleva casi una semana y lo más significativo: es psicodélico, animado y amarillo.

“Yellow Submarine” es el nombre de la tercera película de The Beatles. Vio la luz en 1968, y a diferencia de Help! o A Hard day´s night, ésta es animada. Se supone que The Beatles había firmado un contrato para filmar tres películas, pero al haber realizado las dos primeras, el grupo comenzó a ver con tedio la responsabilidad de filmar la tercera, por lo que la idea de volverlos caricatura y reducir así su tiempo de participación en el proyecto, les pareció fabulosa. No obstante lo anterior, su esencia es el eje central para desarrollar una historia delirante. Bastaron alguno de sus éxitos pasados, un par de canciones nuevas y varias ideas de los músicos ingleses para que la película tuviera toda su alma y fuera el complemento ideal para el momento de psicodelia y locura creativa que atravesaban en ese momento. El estudio de los movimientos de cada uno de los cuatro Beatles, así como sus razgos, frases y modos al hablar hace que efectivamente, uno no mire una fría animación, sino la recreación casi perfecta de los ídolos musicales a su mundo de caricatura.

Mi papá, primer fan empedernido de The Beatles en casa, siempre me hablaba maravillas de ésta película (y de todo lo relacionado con ellos). Alguna vez vi la película con él, pero supongo que en el trajín de los cinco años encontré cosas más importantes que atesorar en mi mente y me olvidé de casi todo, sólo recordaba que aquella caricatura ‘le gustaba a mi papá, pero a mi me había aburrido un poco’. Casi veinte años después, una amiga de mi hermana le prestó el DVD de la película, y una tarde de domingo, sin mucho animo me senté a verla. Grave error, sin darme cuenta emprendí el viaje con cuatro músicos desquiciados pero divertidísimos hacía Pepperland, un paraíso terrenal que de buenas a primeras, se encontraba prisionero a manos de los Blue Meanies, seres que odian la felicidad y la música. La misión no era simple, debíamos emprender un viaje hasta el ‘mar de hoyos’ que conoceríamos criatras fantasticas, mounstros inimaginables y amigos entrañables, llegar a Pimimientalandia después de atravesar el mar verde y liberar de su letargo a la Banda del Club de los Corazones Solitarios, y hacer una rebelión a base de música para traer de nuevo la paz a la tierra del Sargento Pimienta. Eso de los viajes épicos se les da muy bien a los ingleses. Si ya la paz se reestableció en Pimientalandia ¿qué hago yo atrapado en esa odisea que no me puedo sacar de la cabeza?.


Han de pensar mucho que la narración anterior no tiene sentido alguno y es una tontería. Están en lo cierto, pero he ahí su encanto. Dicen que sólo los genios puede hacer de una incoherencia una obra de arte, está película es muestra fehaciente. Todo lo que toca el universo Beatle inmediatamente alcanza el nivel de sublime y está condenado, casi de inmediato, a la idolatría y la inmortalidad. En el caso de Yellow Submarine no sólo son las canciones, tesoros ya de por sí insuperables; también son los colores, los personajes, el modo tan original de darle una visión diferente y madura a contextos que en ese momentos sólo eran atribuibles a Disney, pero que carecían de ese toque de psicodelía y arte pop que de una u otra forma, revolucionaron la manera de hacer animación. Estoy convencido de que esta película en realidad aporto y significó mucho más de lo que se le ha atribuido hasta ahora. Seas o no fan de The Beatles, por dónde la veas es una delicia.


Por si fuera poco, la película cuenta con momentos memorables. Desde que concluye la primera escena, y se empieza a escuchar ‘Yellow Submarine’ seguido de los créditos iniciales de la película, uno siente que se le eriza la piel y se sabe de antemano encantado por lo que verá. Las canciones siempre en el lugar correcto y el contexto adecuado, diálogos con frases de sus canciones en medio de cualquier dialogo. El primer dialogo solitario de Ringo en una calle de Londres y quejándose de que en su vida ‘nunca ocurre nada interesante’ (emulando A hard day´s night) es tan literario que podía fácilmente caber en el inicio de cualquier gran novela literaria. Después viene la aparición de cada uno de los Beatles, cada uno con su mundo; momentos de humor hilarantes que no hacen sino acercarnos más a la personalidad de cada uno de ellos: Ringo el niño que se mete en cuanto problema puede pero que sin duda posee un gran corazón; John el poeta y filosofo; George, sin duda el más maduro y consciente de que ‘todo está en la mente’; y Paul y su tranquilidad y sofisticación. Confieso que muchas veces me boté de la risa y otras tantas, tanto alucine y locura me hacían ver que de verdad, hasta para la locura hay niveles de genialidad.

Divertidos, despreocupado, podían estar en medio de la mayor de las batallas y parecían unos niños curiosos más interesados en hacer comentarios irónicos que en salvar su pellejo, pero eso sí, siempre inspirados. Sí ellos eran así (supongo que la película se quedó corta a su realidad), entonces yo quiero ser un Beatle y vivir todo tipo de aventuras sin ninguna preocupación... y sin embargo, la tengo... ¿qué hago con mi tarde, vuelvo a ver la película, o me salgo en mi auto a recorrer sin rumbo las calles mientras canto con todas mis fuerzas ‘Eleanor Rigby’?

domingo, 2 de septiembre de 2007

Sáquenme de aquí


Seguramente no soy el único que esta tarde de domingo no puede ni con su alma. Al menos gracias a mi actual estado de inanimación podré justificar la sarta de tonterías que en unos momentos voy a redactar. Estoy desvelado, con unas ojeras de mapache gigantes y el semblante de un moribundo apunto de partir de éste mundo. Bastará decirles que justo mientras intento escribir, libro una fuerte batalla por conseguir que mis párpados no se cierren.

En todo el mundo cientos de miles de personas compartirán esa horrible sensación que sólo da el haber dormido casi nada. La mayoría, que están así por gusto, indudablemente fueron a alguna fiesta, salieron a un bar o en el mejor de los casos, tuvieron una-noche-de-copas, una-noche-loca. De ser así, su actual aletargamiento lejos de significar un tormento, es ahora una prueba fiel de todo lo que doce horas antes se bebió, bailó y disfruto.

Lo patético del asunto es que yo no estoy desvelado por eso. Al contrario, estoy así porque me paré a las 4:45 de la madrugada para ir a trabajar...¡¡¡en domingo!!!. Le doy vueltas al asunto y no me parece justo por ningún lado.

Así es, desde hace dos semanas tengo un nuevo trabajo en una empresa que se dedica al monitoreo y análisis de la información. No me pregunten cómo es que fui a parar ahí porque ni yo lo sé. De repente me vi acudiendo a una entrevista de trabajo, haciendo un examen y después, aceptando un trabajo que por principio de cuentas no me pareció malo. Como toda relación amorosa o laboral, uno empieza con los mejores deseos y viendo todo de color rosa, con el paso de los meses (ejem... corrección, días) uno se da cuenta que hizo poco menos que venderle su alma al diablo.

Para empezar, llevó apenas doce días y ya siento que se me va la vida con el horario tan espantoso que tengo: de 5 a 11 de la mañana. Teniendo en cuenta que me baño en las mañanas y que la oficina no está cerca de mi casa, tendremos entonces a las 3:45 a.m., como la maravillosa hora en la que casi diario tengo que levantarme con media alma en la tierra y media alma en el limbo. Ustedes dirán, bueno, cinco días a la semana son soportables... pero pasa que además de la semana de lunes a viernes, tengo que ir y montar guardia a las 6 de la mañana, intercalando un sábado, un domingo, un sábado, un domingo, y así respectivamente. Y pero tantito, la primera semana ‘quesqué para irme aclimatando’ tuve que ir los siete días. Osea, que de los últimos trece días, en doce he ido a trabajar y me he desmañanado

Para colmo, estoy en el quinto piso de un edificio en el que casi no hay ventanas, por lo que uno pocas veces sabe si ya se hizo de día, si esta lloviendo, o si el cielo está nublado o soleado. No contamos (perdón, ‘cuentan’... no quiero volverme parte de ellos) con estacionamiento propio, por lo que debemos dejar los autos estacionados afuera del edificio. Lo malo, es que justo al segundo día de empezar a laborar me enteré que a uno de mis compañeros no hace mucho le robaron su auto en ese sitio. Para lo paranoico que soy, esa resulto la peor noticia que pudieran haberme dado. En consecuencia, cada que llegó en alguno de mis dos autos no puedo menos que echarle la bendición, encomendárselo a todos los santos y ponerle bastón de seguridad al volante y la alarma antirrobos. Igual y suena idiota, pero las seis horas que me paso enclaustrado en ese lugar mi mayor preocupación no es hacer mi trabajo bien o eficientemente, sino el enviarle vibras protectoras a mi vehículo y maldiciones a todo aquel que ose acercarse a él a unos metros de distancia. No se imaginan la sensación de alivio que para mi significa salir y ver que mi amado medio transporte está ahí, esperándome intacto.

La solución sería irme en metro o camión.... pero a las 4 de la mañana los camiones además de escasos son peligrosos y el metro aun no ha abierto a esas horas en las que ni Drácula está despierto. Como verán estoy condenado a ir en auto y sufrir con la idea de los roba autos rondando mi cabeza y robándome de a poco la tranquilidad. Igual y ya lo saben, o lo intuyen: siempre ando preocupado por todo, aun en los momentos en los que no debería. Por ejemplo, ahora mismo estoy preocupado porque esta computadora se está volviendo muy lenta, porque qué tal si mi celular se descompone, que tal si el auto se descompone, etc, etc, etc... así soy yo, y me odio. Lo malo es que antes aunque sea podía dormir para olvidarme de mis paranoias, ahora, en cambio, con éste horario estoy obligado a pasar la mayor parte de las horas despierto y llenándome la cabeza de ideas inútiles.

Otra de las cosas que me cayó como patada de mula, fue el hecho de que cuando acepté el trabajo cometí la estupidez de pensar que la cantidad de sueldo que me ofrecían era quincenal y no mensual, como me vine a enterar una semana después. Dicha paga, en un contexto quincenal si bien no era la octava maravilla resultaba aceptable; pero por mes es casi una grosería. Digo, no es que pida las perlas de la virgen como sueldo, pero si a la tacañería de sueldo que recibo le quitamos lo que gasto de gasolina y gastos de alimentación (porque han de saber que salgo con un hambre digna de un troglodita ) el capital sobrante es apenas mayor a cero.

Olvidémonos del dinero (que si bien, me hace falta, no es tan indispensable pues nunca he sido muy materialista). En parte, cuando acepté ese trabajo lo hice porque tenía que ver con los medios de comunicación; en parte porque ya llevaba un buen tiempo sin un trabajo fijo; porque ya no quería que la gente pensará que soy un flojo; pero sobre todo, porque el horario me permitiría prácticamente tener toda la tarde libre. Para alguien como yo, que disfruta tanto salir a caminar la ciudad, leer por horas y escribir cuentos, entradas para éste blog, el piloto de un sitcom y tiene algunas ideas precarias para escribir una novela, el contar con toda la tarde a su disposición es un tesoro incalculable. Se oía bien el trabajar muy temprano, generar un poco de ingresos para mis gastos personales y dedicar la tarde a mis vicios y manías, osease, a ser feliz. Lo malo es que al salir tengo mucho hambre, a veces como, a veces no; el sueño me ataca en el momento menos pensado y puedo pasarme hasta tres horas dormido, o bien, con un genio de los mil demonios. Si intento leer es fácil quedarme dormido, escribir me cuesta más trabajo que antaño y mantener mi ritmo de publicar en éste blog cada tercer día por primera vez en mi existencia se me comienza a complicar.

Además, las escasas salidas nocturnas que tengo, se ven limitadas en horario debido a que ‘tengo que irme temprano porque en unas horas tengo que trabajar’. Aunque para ser honesto, no veo muy lejano ese día en el que llegué a trabajar sin haber dormido nada. Yo, que antes me caracterizaba por ser noctámbulo y dormirme casi a la hora del amanecer, ahora tengo que conformarme con dormirme a las once de la noche, y no por gusto, sino porque a esa hora simplemente me es imposible seguir despierto.

Dormir un promedio de tres horas por día, comer siempre a deshoras, dificultades para hacer las cosas que me hacen feliz y un trabajo en el que la única ventaja que encuentro es el poder ir vestido como quiera, hace que ahora, en medio del sueño y el dolor de cabeza sólo piense en la manera de zafarme de éste lío que o acabara con mi salud física, o mental, o las dos al mismo tiempo.

Según yo, en cuanto algo deja de ser divertido hay que dejarlo. Pero también necesito el dinero. A lo mejor lo peor es no estar haciendo lo que más quiero y recibir una paga por ello. Qué no daría por escribir fijamente en alguna periódico o revista, por tener todo mi tiempo ocupado pero con una remuneración por algo que disfrute y no como ahora, que ni soy feliz, ni me voy a hacer rico, ni puedo disfrutar de un domingo como la gente normal.

Ya sé que todo trabajo es honesto, y que éste dignifica al hombre. Pues sí, eso está muy bien para los demás, pero yo siento que si sólo hay una vida, no es del todo justo que esta se nos vaya en sacrificios. Voy a decir una tontería: a veces pienso que el que uno tenga que trabajar no tiene sentido. Sé que hay gente a la que le gusta y es necesario, pero, ¿qué pasa con esos seres extraños que ven a la vida cómo algo más que un sistema económico? ¿a dónde vamos a parar aquellos que consideran que una poesía, una novela o un guión cómico es mucho más importante para el mundo que la venta de acciones en la bolsa?... ¿mundo, dónde queda el arte?. Quizá en esa dificultad radique su belleza y su valor. Si no me doliera la cabeza y me ardieran los ojos probablemente llegaría a una respuesta más concreta.

Así estoy, prisionero por seis horas al día, seis días a la semana, prisionero en un trabajo en el que la rutina de siempre hacer lo mismo ya me tiene asfixiado. Me urge encontrar otro trabajo mejor, de otra manera no veo otra salida digna para abandonar mi empleo actual.
Sáquenme de aquí. No quiero tirar la toalla como un cobarde... ¿alguien tiene algún empleo decente?. Escribo y sé cocinar.