sábado, 8 de enero de 2011

Real del Monte


Falta poco para llegar, y el paisaje árido no da el menor indicio de que en medio de esa tolvanera y cerros pelones, pueda existir un Pueblo Mágico. Es hasta llegar al Corredor Turístico de la Montaña, a unos 15 minutos de Pachuca, cuando el panorama cambia radicalmente. Montañas llenas de arboles, paisajes impresionantes y un letrero que anuncia la salida al poblado de Real del Monte.

Con el transcurso de los viajes he aprendido que no importa cuánto se lea o vean fotos de un Pueblo Mágico, pues estos destinos hay que vivirlos en carne propia. Observarlos, olerlos, caminarlos. Por eso, en cuanto uno toma la desviación a Real del Monte, y momentos después, comienza a ver las primeras viviendas, sabe que aquel lugar es único. Paisajes montañosos, subidas y bajadas en calles empedradas, miradores por todos lados y románticos callejones. Real del Monte puede ser definido como un laberinto en el que da gusto perderse. Nunca he estado en Praga, pero dicen que sus tejados rojos realzan la belleza de aquella ciudad, algo similar ocurre en esta entidad hidalguense, cuyos techos de lamina color rojo visten de armonía el entorno.



Lo primero es llegar al centro. Nada complicado si tomamos en cuenta que lo único que hay que hacer es visualizar las torres de la iglesia principal y subir por sus calles hasta allá. Después dejar el auto en cualquier estacionamiento de la zona y después, simplemente disfrutar. Tras recibir de golpe, y posteriormente acostumbrarse al aire frío, que a esa altura (una de las más altas del país) sopla sin piedad, de poco vale haber traído algún plan preestablecido.

Fundado en buena parte por migrantes ingleses, Real del Monte fue uno de los pueblos con mayor actividad minera del país. Pasado que aun sustenta con orgullo, y que presume en cada una de sus minas y estatuas erigidas a éste noble oficio. La primera para obligatoria es La Parroquia de Nuestra Señora de la Asunción, de estilo barroco y piso de madera, que envuelve de misticismo cada paso dentro de éste templo. Después las pequeñas plazuelas que vuelven a Real del Monte tan especial. En lugar de tener un centro convencional, con una plaza más o menos amplia y bien definida, Real del Monte rompe el esquema tradicional y nos brinda pequeños pero abundantes placitas y lugares en los que se podrían pasar horas enteras. Las construcciones coloridas y en perfecto estado, simplemente enmarcan el cielo azul, dando como resultado un poema visual que créanme, es sublime, perfecto.



Estuve unas tres horas recorriendo cuanto rincón encontraba. Caminos en ascenso, escaleras con direcciones confusas, paisajes extraordinarios que aparecen de pronto, detalles en paredes de piedra y marcos de puertas. Todo limpio, todo pulcro, un silencio tranquilizante, bosque verde alrededor. Con Real del Monte, el mote de Pueblo Mágico incluso se queda corto. Dan ganas de mimetizarse, de volverse una piedra más de esta obra de arte que no obstante la quietud, desborda vida.

Comí en un restaurante de la zona centro de Real del Monte, teniendo frente a mí una de las tantas perspectivas panorámicas que la distribución de sus casonas, y lo irregular del terreno permiten. Comida típica, antojitos mexicanos, conejo, escamoles y ni que decir de los tradicionales pastes, infaltables en cualquier visita al estado hidalguense; todo delicioso, como si el empeño de Real del Monte fuera cautivar, a toda costa, cada uno de nuestros sentidos.

Justo cuando pensaba que Real del Monte me había dado más de lo esperado, fui sorprendido una vez más. Faltaba lo mejor.


Panteón Inglés

En una de las orillas de Real del Monte, subiendo por un estrecho camino que por momentos parece no conducir a ningún lado, se encuentra el Panteón Inglés. Había escuchado que lo que ahí había era sencillamente imperdible. En algún punto del trayecto, es necesario dejar el auto en una orilla y ascender unos metros más a pie por una calzada solitaria. Entonces, ante nuestros ojos, aparece la fachada de un cementerio. Un arco de piedra anuncia que llegamos. Atravesarlo significa entrar a una atmosfera densa pero atrayente. Un escenario perturbador pero con cierta belleza. Esa tarde el sol se ocultaba a lo lejos. Bañaba las cientos de tumbas y lapidas de piedra de ciudadanos ingleses que vivieron en la época de mayor esplendor de Real del Monte en el siglo XIX.



Sucede que aquel espacio fue dispuesto sólo para ellos. Aquellos ingleses que eligieron Real del Monte para hacer su vida destinaron que en ese cementerio sólo ellos y sus descendientes directos fueran enterrados ahí. Algunas tumbas lujosas y otras, apenas unas rocas apiladas, daban cuenta del estrato social del que procedía el difunto. Es justamente esta variedad uno de los encantos del panteón ingles. Una de las primeras cosas que, se quiera o no se revelan al recorrer aquel pequeño terreno es que todas las tumbas están orientadas hacia Inglaterra. Menos una, la de Richard Bell, payaso inglés que tras fracasar en su país natal, vino a México y encontró la fama que su tierra le negó. Bell fue el único que consiguió arrancarle sonoras carcajadas a Porfirio Díaz, razón por la cual el primer mandatario lo nombró ‘Payaso Internacional’. Bell pidió ser enterrado en el Panteón Inglés, junto a sus compatriotas, pero quiso que su tumba no le diera la espalda a México, por agradecimiento a todo lo que nuestro país le dio. Esa fue su última payasada.


A la entrada del cementerio hay una plataforma masónica. Esto es porque algunos de los ingleses que hay eran enterrados eran masones. Cuando alguno de ellos moría, las puertas se cerraban para dejar que se realizaran los rituales masónicos en completa privacidad. El resto de los difuntos ahí enterrados pertenecían a la religión protestante.



Caminar en un panteón muy diferente a los que hay en México, sentir el frío, ver a los inmensos arboles moverse al compás del viento, escuchar el escandaloso rumor de la nada, sentirse observado, ver nombres y apellidos extranjeros, fechas de muerte del siglo antepasado. Estar media hora ahí me costó salir melancólico pero emocionado. No me podía creer que un lugar así fuera real. Menos que hasta ahí, según me contaron, de vez en cuando llegaban visitantes provenientes del Reino Unido a buscar a sus antepasados. Me despedí de la tumba de Bell. De aquel panteón encantado. Subí al auto, kilómetros abajo Real del Monte y sus techos rojos se despedían junto con la tarde. En menos de dos horas llegué a la Ciudad de México, convencido de haber estado en un autentico Pueblo Mágico.


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