lunes, 10 de octubre de 2011

Ilusiones y realidades de un circo




En toda mi vida sólo había ido una vez al circo. Tenía unos siete años, fui con mis papás y todo me pareció mágico. Por eso, en base a ese recuerdo, aquel plan de viernes en la tarde parecía una buena opción. Llegaron hasta mis manos un par de cortesías para ir a una de las funciones en el Circo Hermanos Vázquez, y no lo pensé dos veces. Volver al circo me ilusionaba.

Ese día llegué una hora antes del inicio de la función. Acompañado por mi novia recorrimos los alrededores para matar el tiempo. Nos tomamos fotos con las esculturas de los elefantes, compramos unos dulces y nos formamos en la fila para ingresar. Fue justo ahí, mientras estábamos en la cola cuando vino el primer desencanto. Un trabajador del circo salió con una llama y un poni, hermoso par de animales a los que los niños podían, bajo una cierta cuota, acercarse para acariciarlos, montarlos y tomarse con ellos la foto. Fue ahí cuando Tania, la cual desde niña ha sido fanática de los circos y los ponis, se emocionó y se dirigió corriendo hacia él. Estuvo un par de minutos con aquellos bellos ejemplares hasta que horrorizada regresó y angustiada me pidió que me fijara en una de las patas traseras del poni. No sé si la tenía fracturada o sólo lastimada, pero el pobre animalito apoyaba lo menos posible su patita en el suelo, por lo que la tenía semi flexionada. La situación se tornó más angustiante cuando la familia de un niño gordo pagó para que su retoño montara al pobre poni. Tania se entristeció y quería irse. Yo comenzaba a desencantarme.



Poco después la fila avanzó. Ingresamos al área de alimentos y después al interior de la carpa. Nos sentamos en una butaca cercana a la pista del escenario. En mis recuerdos infantiles, las dimensiones de un espacio como aquel eran mucho más grandes. Aun así, la afluencia de espectadores era, a mis ojos, insuficiente. Uno suele imaginarse un sitio así lleno de familias felices, y en cambio, el contraste con aquellas gradas semivacías y frías daba al ambiente un toque de abandono y melancolía.



Para cuando inició la función la entrada no mejoró mucho. Sólo el 40 o 45 por ciento de los lugares estaban ocupados cuando la banda de música ocupó uno de los costados del escenario, y abrió el espectáculo con una movida melodía. La mayoría de aquellos músicos rondaban de los 50 a los 60 años. A pesar de la distancia, no era difícil darse cuenta que portaban trajes gastados y maltratados. Apareció el maestro de ceremonias y captó la atención del respetable. Un grupo de bailarinas y trapecistas animaron el momento. Renacía la ilusión con cada nuevo acto con los que los artistas de distintas nacionalidades circenses nos arrancaban suspiros y ovaciones.

El programa siguió. Malabaristas, un grupo de simpáticos perros que libraban obstáculos o una par de ingeniosos payasos llevaron mis pensamientos hasta un detalle en el que nunca había reparado. Operativamente hablando, un circo como ese requiere de un gran número de gente trabajando para hacerlo funcionar. Los costos de sueldos y alimentación de los trabajadores, la renta del espacio en el que se monta el circo, la manutención de los animales y una infinidad de gastos más, sin duda deben ser bastante elevados como para obtener ganancias con entradas de 50 personas por función, en dónde muchos de los asistentes entramos con cortesías. Sin hacer demasiadas matemáticas no me resultó difícil descubrir el por qué estos tradicionales circos de carpa poco a poco han ido desapareciendo. Detalles como los vestuarios de los artistas o el descuido de las butacas y alfombras evidenciaban que, financieramente hablando, aquella compañía circense no pasa por sus mejores tiempos.

Así llegó el intermedio. Con cierta tristeza salí a la dulcería por un par de bebidas a la dulcería. En el pasillo que une la carpa con la dulcería se exhiben varios recortes de periódico con reportajes sobre dedicados al Circo Hermanos Vázquez, los cuales hacen más nostálgico el ambiente. Pedí una botella de agua y un refresco. Para mi sorpresa los vasos para la Pepsi (no había Coca) estaban atiborrados de hielos, y la bebida no la obtenían de alguna máquina como en los cines, sino de una botella de dos litros. Pagué 25 pesos por un refresco que a lo mucho tendría 300ml de gaseosa y el resto de hielo. Además, la mayoría de los artistas llegaron hasta las gradas a vender narices de payasos, diademas brillantes y productos alusivos al circo a precios francamente elevados. Supongo que gran parte de esta industria se sostiene de la venta de alimentos y souvenirs.

Regresé a mi lugar. El semblante de mi novia había cambiado. Triste volteó a verme y señaló lo que sucedía en el escenario. Un pequeño hipopótamo se encontraba sobre una base de madera. Cada que aquel mamífero bebé quería bajarse uno de los encargados del circo lo impedía. Sin ser un experto en animales creo que el ambiente árido de la pista en la que estaba no era el adecuado para un animal que debe pasar la mayor parte del tiempo en el agua. Acompañando al pobre hipopótamo se encontraba el poni y la llama. Quienes desearan podían pagar para tomarse la foto del recuerdo. Aquellos minutos presenciando la mirada triste de aquellos animales fueron eternos.

Inició la segunda parte de la función. Si bien algunos números hacían que riéramos o nos admirásemos, el mal sabor de boca seguía ahí. Llegó el número del domador de tigres. Cuatro felinos irrumpieron en la jaula mientras el domador los amedrentaba con ayuda de su látigo. Tres de ellos atravesaron aros de fuego, se paraban en dos patas o se elevaban en una jaula. El cuarto, lastimosamente apenas y podía moverse. Era un tigre débil. Quizá viejo, o muy enfermo, o ambas. Después de su participación los tigres salieron en una pequeña jaula. No puedo imaginar lo triste de esa vida, de la jaula a los latigazos y viceversa. Una indignación similar sentí cuando unos jinetes de origen asiático daban vueltas en la pista mientras sus jinetes hacían acrobacias. De nuevo los latigazos se hicieron presentes. Por momentos, sufríamos en lugar de disfrutar. Mi novia se quejaba. Nuestros vecinos de butaca mejor se cambiaron de lugar para no escucharnos.

Casi una hora después, el presentador anunció el final de la función con un número en el que todos los artistas agradecían la presencia del público. De nuevo comenzó la venta de productos y fotos con los animales, incluido un cachorro tigre que dudo llegue a conocer algo más que la pequeña jaula en la que duerme. Salimos del circo con un sentimiento agridulce. Los campers y las jaulas de los animales contrastan con lo que debería ser un mundo fantástico. De dos a cuatro funciones por día. Siete días a la semana. Sin descanso para los trabajadores. Sin descanso para los animales. Aunque me alejé de aquel circo mi cabeza sigue en el circo, uno de tantos que hay en el mundo. ¿De parte de quién me pongo, de la de los animales indefensos, de la de los artistas que se ven aman su estilo de vida y seguramente viven al día, o de la de los empresarios que defienden la tradición de un circo de éste tipo, y que generan empleos?

Ese viernes el circo no dejó indiferente a su público. La mayoría salió feliz. Los niños sonreían y hablaban emocionados de lo que acababan de presenciar. Otros pocos buscábamos esa ilusión infantil para anestesiarnos de una realidad que nadie quiere ver.

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