1. Mi reunión de gente grande y madura
Julio del 2005. Mi mamá hizo un viaje de una semana con
mis abuelos a Costa Rica, Panamá y Colombia. En lo que estaría fuera del país
con sus papás, yo quedaría a cargo de mi hermana y de mi perro Margarito. Lo
anterior no tenía por qué representarme problema alguno, sin embargo, no
contaba con que en su ausencia, las cosas en casa se saldrían de control.
Dejé a mi mamá y a mis abuelos en el aeropuerto un
domingo al atardecer. Esa misma noche se me ocurrió invitar a un pequeño grupo
de amigos (con los que estudié en la universidad) a cenar al otro día a mi
casa. Sería una reunión pequeña en la que habría a lo mucho 10 o 12 invitados.
La noche de la cena pedí varias pizzas, compré refrescos
y botanas. La reunión comenzó a las 20:00hrs y terminó poco después de tres
horas. La verdad fue una velada agradable y muy tranquila. Después de ver el
éxito de mi reunión, Lucia (así se llama mi hermana, pa’ los que no sepan) me
dijo que quería hacer un evento similar al mío. Se me hizo justa su petición y
acepté con la condición de que su fiestecilla también fuera algo muy sencillo.
2. La fiesta monstruo, y mis ganas de hacer chis en piyama
El siguiente viernes por la noche fue la fecha que eligió
para su cena. Mientras esperaba que llegaran sus invitados, me puse a ver la
televisión (recuerdo que esa noche jugó México vs. Sudáfrica). Ya iban a dar
las 10 de la noche y aun no llegaba nadie. Cuando comenzaba a burlarme de Lucia
por el fracaso de su convocatoria, sonó el timbre. Ahí me llevé la primera
sorpresa: cinco muchachos ataviados de manera extraña irrumpieron en casa y se
sentaron conmigo en la sala. Estos jóvenes vestían de negro, tenían el contorno
de los ojos pintados y peinados punks.
Sabrá Dios qué eran, pero la verdad me dio miedo.
A la primera oportunidad me escapé a mi cuarto para poder
ver el resto del juego sin tener como compañía a esos jóvenes terroríficos. Me
puse mi piyama y cerré con seguro, no fuera a ser la de malas.
Poco a poco iba escuchando que sonaba el timbre. Una,
dos, tres, cuatro veces. Voces y más voces. Una hora después escuchaba ya
demasiada gente. Debo confesar que me andaba de la pipi, pero salir en piyama y
toparme con tanta gente desconocida me intimidaba. Los invitados y colados seguían
llegando. Incluso en algún momento había personas platicando afuera de mi
cuarto. Escuché varios chismes de personas que ni conocía, lo cual al principio
me divirtió pero luego terminó aburriéndome.
Empezó la música de rock a todo volumen. Risas por aquí y
por allá… y yo miándome. Estaba a punto de abandonar mi cuarto e ir al baño sin
que me importara el qué dirán, cuando a lo lejos escuché el siguiente
comentario.
- ¡Ya se tapó el baño!
Deseaba morir. ¿Y ahora qué iba a hacer? Incluso hasta
busqué una botella y pensé en llenarla con mi chis. Deseché la idea. Me quedé más
de una hora tirado en el suelo apretándome ‘aquello’ y rogando que la fiesta
terminara. Cosa que no pasó. ¡Hasta llegó mi prima Male! Esto último al final
fue una bendición, ya que ella le ayudó a Lucia a destapar el baño.
En cuanto escuché que el baño servía nuevamente no lo
pensé dos veces. Salí corriendo de mi cuarto hacia el baño. Una vez dentro
vacíe mi vejiga y fui feliz por unos placenteros segundos. Después vi que el
piso del baño estaba todo mojado y olía muy mal. También reparé que estaba en
pijama pero pues ni modo, era mi casa y yo podía estar como quisiera.
Decidí no ser tan antisocial y bajé a la sala. Entonces
encontré un escenario apocalíptico. Todo lleno de gente: darketos,
malvivientes, fresas, rockeros y hasta mis amigos Rodrigo y Huriat, que nunca
supe qué hacían ahí. La mesa llena de botellas alcohólicas, una densa nube de
humo de cigarro cubriendo el ambiente y el piso lleno de palomitas de maíz y
colillas de cigarro.
Platiqué un rato con Rodrigo y Huriat. A pesar de mi
piyama y de estar rodeado de pura gente rara ya no me sentía tan extraño. Dos
horas después mis amigos se fueron. Mi casa estaba en un estado deplorable y
aun había mucha gente. El colmo fue que incluso había jóvenes que por celular
seguían hablándole a más gente “para que le cayeran a la peda”. Ya eran las
cuatro de la madrugada.
Decidí aplicar la de salón de fiestas y me puse a recoger
las cosas. Comencé echando las botellas vacías de cerveza en una bolsa, barrí
el patio, ordené lo que había desordenado… y entonces caí en la cuenta de que
nadie captaba la indirecta. Todos seguían muy felices mientras un pobre diablo
en piyama recogía su relajo.
A pesar de que me llevaba el demonio, agarré las bolsas
con botellas vacías, me subí al auto y fui a tirarlas a un terreno baldío en
una zona deshabitada. Esto con la intención de que no regañaran a mi hermana
por el festival alcohólico que había organizado en mi casa. Regresé y sin decir
nada me subí a dormir a mi cuarto a las 6 de la mañana.
3. Me volví hermano mayor
Tres horas después abrí los ojos. Ya había luz del sol. Entonces
escuché risas, música y platicas. ¡Aun había invitados… a las 9 de la mañana! Bajé
con mi cara de pocos amigos y vi a unos 15 muchachos y muchachas muy quitados
de la pena en la sala. Con sus patotas obstruyendo el paso, entrándole a sus
cubas y fumando. Pasé una vez y ni me pelaron. Entonces decidí comportarme como
hermano mayor por primera vez en mi vida… y los corrí.
No recuerdo ni que les dije. Seguramente que ya era muy
tarde, que ya era suficiente o que se fueran. El chiste es que los mequetrefes
aquellos se hicieron los ofendidos y se fueron. Una vez que ya no había nadie
en casa le metí una regañiza a Lucia por su abuso de confianza y la mandé a
dormir. Mientras la princesa roncaba, yo pasé toda la mañana y toda la tarde
limpiando el desastre. En algún punto del día mi prima Male salió del cuarto de
mi mamá (se quedó a dormir ahí) y me ayudó un poco.
A las 8 de la noche del sábado (24 horas después de que
empezara “la reuniconcita”) todo estaba como si nada. Debido a mi indignación,
no le hablé a Lucia hasta el otro día en la noche, cuando fuimos a recoger a mi
mamá y a mis abuelos al aeropuerto. Mi mamá, por cierto, nunca se enteró de la
dichosa fiesta hasta años después que rompí el silencio y le conté lo que había
sucedido, aunque estoy seguro que nunca ha tenido una idea del desastre en el
que se convirtió su casa por unas horas.
Gracias a esa experiencia, aprendí que los hermanos
mayores venimos a este mundo a sufrir.